Manuela, tiene unos increíbles ochenta y muchos años, y digo increíbles porque aún conserva la lucidez de su madurez. Es bajita, de pelo entrecano, rizado y corto. Si la ves en casa no tiene dientes y esto le da una apariencia de agradable ancianidad, esa especial belleza exenta de arreglos y pinturas que aparece cuando se ha aceptado que la juventud e incluso la madurez han desaparecido definitivamente. Para “salir” se pone la dentadura. Para ella sus dientes postizos son una cuestión cosmética, un símbolo de coquetería femenina nunca abandonada y lo cierto es que no está favorecida aunque parezca algo más joven. Con los dientes puestos adquiere una expresión como de “ dentera”, parece que se encuentra permanentemente incómoda.
Tiene unos enormes juanetes con los que ha convivido toda su vida, pero a la vejez se han convertido en un autentico martirio a la hora de ponerse unos zapatos. Así que cuando anda por casa, con unas zapatillas muy cómodas en las que ha perforado dos enormes agujeros por los que los juanetes afloran a su libre albedrío, camina de forma airosa y ágil. Pero cuando se trata de “salir” se calza unos zapatos de piel de tafilete, que le han costado una fortuna y en los que los juanetes se encuentran aprisionados y constreñidos y le obligan a caminar como si estuviera pisando huevos a la par que suspira pacientemente a cada cuatro pasos.
Vive a caballo entre Madrid y Asturias. En Asturias tiene su piso de toda la vida, pero pasa largas temporadas con su hija menor que está soltera y vive en Madrid.
Durante las
Navidades pasadas, Manuela y su hija
Elena decidieron pasar la Noche Buena con su hermana Marina y su cuñado Juan; un matrimonio sin
hijos de costumbres castrenses, que también viven en Madrid aunque a cierta
distancia, cuatro o cinco
kilómetros por lo menos.
Manuela se arregló con minuciosidad para ir a
casa de su hija mayor: fue a la peluquería, se vistió con sus mejores galas y finalmente, se puso los dientes y los
zapatos de tafilete. Una vez preparada tuvo que esperar a Elena porque la chica había ido a celebrar la fiesta
con los amigos de la oficina. Se puso un poco nerviosa, no por ella misma, en realidad
es un poco ácrata, sino porque
no quería que su yerno, que vive toque de trompeta, tuviera que esperar por ellas.
Al fin llegó Elena
y decidieron tomar el metro por ser el medio de transporte más rápido, en
especial en esas fechas. La elección no fue acertada porque el metro cerraba a las diez y la gente se aglomeraba
para coger los últimos trenes.
Manuela empezó a pensar
que los zapatos de tafilete no eran los más adecuados a la circunstancia pero no dijo nada porque
sabía que su hija le recriminaría por
habérselos puesto. Con gran sufrimiento
llegaron a la casa de Marina bien pasadas las nueve y media.
Llamaron a la
puerta, el silencio era absoluto. ¡Nada! No contestaba nadie. Manuela y Elena
se miraron sin decir nada, estupefactas. Cuando empezaban a preguntarse si tendrían que irse, se abrió la puerta sigilosamente y apareció Marina en camisón.
-¿Qué hacéis aquí a
estas horas?
-Venimos a cenar
–contestó Elena y viendo que su hermana la miraba asombrada añadió- Hoy es
Noche Buena y habíamos quedado ¿no?
-Pues sí, pero ya
hemos cenado y estamos en la cama, es muy tarde –contestó Marina con un hilo de
voz.
-¡Si no son ni las
diez! –protestó Elena.
-Sí pero habíamos
quedado a las nueve aseguró Marina.
A todo esto Manuela y Elena estaban en el
descansillo de la escalera y Marina había salido entornando la puerta de
entrada a la casa.
Se produjo un largo silencio…
-Nosotros ya estamos acostados, si queréis venís a comer mañana que es Navidad –dijo Marina como por compromiso.
-Nosotros ya estamos acostados, si queréis venís a comer mañana que es Navidad –dijo Marina como por compromiso.
-¿Qué dices! No. Nos vamos, ya hablaremos.
A Elena no le cabía
la indignación, pero no quería reñir con su hermana por no disgustar a Manuela.
-Pues hasta mañana
–dijo Marina y sin más les cerró la puerta en las narices.
Manuela no llora
nunca, pero se quedó muda.
Cogieron el ascensor
y salieron a la calle. Ya no había metro, así que comenzaron a caminar con la idea de buscar un taxi. Y caminaron y
caminaron porque tampoco había taxis. Manuela se quitó los dientes a medio
camino, pero los zapatos eran otra cuestión. Sufrió más que en los partos, más
que cuando expulsó la solitaria, fue un sufrimiento total…. Tanto
que no dijo ni palabra, ni tan siquiera fue capaz de suspirar cada
cuatro pasos.
Cuando llegaron a casa Elena sacó los embutidos y conservas que había en la cesta de navidad que le había regalado la empresa y preparó una cena improvisada. Manuela después de quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente con sal pudo decir:
Cuando llegaron a casa Elena sacó los embutidos y conservas que había en la cesta de navidad que le había regalado la empresa y preparó una cena improvisada. Manuela después de quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente con sal pudo decir:
-La culpa es de él.
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