miércoles, 6 de enero de 2010

LA NOCHE MÁS DESEADA. Por Xana Espinosa.

Conocía a Roberto de toda la vida. Éramos vecinos de puerta con puerta. Cuando yo nací, él ya estaba ahí. Crecí bajo su sombra. Íbamos juntos a la escuela, jugábamos juntos y, cuantas veces, dormíamos juntos. Cuando acabó los estudios primarios, sus padres decidieron que entrara en la escuela de aprendices de ENSIDESA y nos distanciamos un poco, pero dos años más tarde yo comencé el bachillerato superior, también en Avilés, y volvimos a unirnos como nunca.
En esa época, los dos años que me llevaba se notaban mucho, así que yo comencé a salir con amigas, aunque él siempre estaba ahí para recogerme a la hora volver a casa. En el camino de vuelta le contaba todo lo que pasaba por mi cabeza: Conocí a un chico guapísimo; fulanita es una guarra y una mala amiga; esa profesora no me puede ver; mi madre es una pesada; el chico que me gusta me mira, o no me mira…
Tengo que reconocer que lo utilizaba para todo; para que mis padres me dejaran salir, porque él siempre se responsabilizaba de acompañarme a la vuelta; para que me llevara a las verbenas; para ir a la playa en su moto… Roberto siempre estaba ahí, dispuesto.
Cuando acabé el bachillerato mi vida cambió radicalmente. Comencé a estudiar magisterio en la Normal de Oviedo. Ya no coincidíamos en el tren y además yo comía en Oviedo porque teníamos clase por la mañana y por la tarde. Pero, sobre todo, cuando estaba en segundo, conocí a Chema y me ennovié.
Chema estudiaba quinto de derecho, era hijo de un notario y dos de sus hermanos, que también eran abogados, tenían un bufete por la calle Uría. En suma: una familia bien. Mis padres estaban encantados. Emparentar con personas tan honorables no era moco de pavo.
Cuando llevábamos saliendo un año, más o menos, mi madre se vio en la obligación de mantener conmigo una conversación de mujer a mujer. Me extrañó porque no se dio por enterada cuando comencé a tener el periodo. Mi apoyo en aquellos tiempos fue Roberto y nunca se lo dije a nadie. En aquella época, no se hubiera visto muy bien que una chica hablara de esas cosas con un chico.
-Verás hija, tengo que hablarte de algo muy delicado.
-Bueno. Dime.
-Verás… Tú ya sabes que los niños no vienen de París, que los tienen las mujeres, ¿no?
-¡Por Dios mamá!
-Sí. Te lo aseguro.
-Pero mamá… Tengo veinte años. Bien está que sea hija única, pero no soy tonta.
-Tienes razón. Es que, ¡como nunca habíamos hablado de estas cosas!
-Eso es verdad.
-Verás… Pues… para que una mujer tenga un hijo es necesario que… cómo te lo diría…
-Mamá, eso ya lo sé.
Yo empezaba a ponerme nerviosa viendo el mal momento que estaba pasando mi pobre madre.
-Bueno, vale. Pero déjame que te diga una cosa, eso no se puede hacer de ninguna manera si no se está casada por la iglesia como Dios manda.
-También lo sé. Tú no te preocupes. Me habéis dado una buena educación.
-Luego se van de rositas y tú te quedas con los problemas.
-¿Estás hablando de la posibilidad de que me quede embarazada?
-Sí. Tú no dejes que te toque ni un pelo, porque se sabe como se empieza pero no como se acaba.
-No te preocupes, Chema no me va a tocar ni un pelo.
-Sería algo terrible. Una vergüenza para toda la vida.
Horas después, Roberto y yo nos reíamos a carcajadas de la inocencia de mi madre. Porque Roberto seguía siendo mi amigo y mi confidente. Nos lo contábamos todo. Él estaba hecho una buena pieza y me detallaba todas sus artimañas, y las de sus amigos, para llevarse al huerto a las mozas. Yo sabía todo y más y si caía en la trampa no sería por no estar bien advertida.
La verdad es que Chema era un chico muy respetuoso, a tal punto que empecé a considerar la posibilidad de que fuera un poco tonto. Poco a poco, de las manitas pasamos a los besos en el cine o en el portal y cuando empezó a llevarme a casa en el flamante SEAT que le había comprado su padre, también nos besábamos, pero nada más. Si bailábamos lo lento intentaba acercar su cuerpo al mío pero yo cruzaba hábilmente el brazo por delante de su pecho tal y como me había enseñado Roberto.
Yo estaba absolutamente convencida de que cuando un hombre intenta propasarse es porque no te respeta y por lo tanto había que dejarlo, en otro caso cometerías un error para toda la vida. Y así se lo decía a Chema y a Roberto una y otra vez, y ambos me daban la razón.
El treinta de junio de mil novecientos sesenta y cuatro acabé la carrera y Chema me propuso que fijásemos la fecha de la boda. El uno de noviembre de ese mismo año. En aquella época no se proyectaban las bodas con tanta antelación. Eran mucho más sencillas.
Cuando se lo dije a Roberto observe un mohín de desagrado. Luego estuvo tristón durante unos cuantos días. A mí se me partía el corazón, aunque él aseguraba que estaba bien, que eran sensaciones mías.
El 16 de julio la noche era esplendida. Celebrábamos la fiesta de mi pueblo y todo el mundo estaba en la calle. Roberto y yo habíamos cenado juntos con el resto de los vecinos de la zona. Me pareció que estaba triste. Me acerqué por detrás y le abracé como tantas veces. El me agarró las manos y me las besó con pasión. Sentí un calambrazo, como si un rayo me penetrase de abajo arriba. Era algo que no había sentido nunca. Una especie de ardor, una vuelta de estómago, una humedad que envolvía todas mis partes íntimas.
-Lo siento -dijo Roberto soltándome las manos.
Yo me quedé muda, no podía articular palabra. No sé cuanto tiempo pasó, pero si sé que me puse delante de él, lo abracé y comencé a besarlo en la boca. Se soltaron todos los demonios: reímos, nos besamos, lloramos, nos besamos… La suerte estaba echada. A partir de aquel momento no podía pensar en otra cosa que en Roberto y su recuerdo hacía que me respigase y me humedeciese.
Rompí con Chema. Todos se opusieron. A mí me daba igual, yo sabía muy bien lo que quería, y lo quería pronto. Mi madre me pronosticó que si dejaba a Chema no tendría otro novio porque me quedaría marcada, pero, lo dicho, a mí me daba igual.
Desde la noche del beso, parecía que Roberto me huía y yo lo necesitaba. Deseada que me acariciara, que me besara, lo quería todo no me importaba nada. Aquella teoría de que si un hombre intentaba propasarse es que no te quería me parecía una tontería. Yo quería que Roberto se “sobrepropasara”, pero él se mantenía distante.
Al fin, el día de Santiago, me preguntó que si quería ir a la verbena. Ese día decidimos casarnos, no el uno de noviembre, al día siguiente si era posible. No necesitábamos conocernos más. La familia se escandalizó pero tuvo que aceptarlo.
Nos casamos el doce de octubre y, en los dos meses largos de espera, Roberto de comportó como un caballero: no me tocó un pelo.
Iríamos a pasar la noche de bodas a un pueblo de Salamanca en el que mis tíos tenían un hotelito. El dinero no daba para más. El tren salía de Oviedo por la noche, no recuerdo bien la hora, y llegaba a Valladolid a la una o las dos de la madrugada, allí tomaríamos un taxi para ir al pueblo de los tíos.
El día de la boda me pareció muy largo. Yo esperaba el momento de estar a solas con Roberto como marido y mujer.
Tomamos el tren como estaba previsto y resultó que, como íbamos en tercera no teníamos sitio en los asientos de los vagones, Yo me senté en la maleta y Roberto se quedó de pié, protegiéndome con los brazos apoyados en la pared porque había mucha gente de pie. Antes de llegar al Puerto de Pajares el tren se detuvo, parece ser que la cremallera que subía el tren al puerto se había estropeado. Nos dieron las dos, las tres y las cuatro...y no sé, al fin el tren siguió su ruta. Llegamos a Valladolid a las siete de la mañana, el pobre Roberto no podía ni andar y a mí me dolían todos los huesos. Hasta las nueve no había taxis, y a lo mejor ni eso porque era domingo. Cuando llegamos al pueblo de mis tíos eran las doce. Nos urgieron porque había que ir a misa, y luego comer, y luego una pequeña fiesta que nos habían preparado y luego… al tren de vuelta a casa. Cuando llegamos a nuestro pueblo no habíamos tenido ni un solo momento de intimidad.
¡Con las veces que yo había soñado con esa noche!

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