Corrían
los años cincuenta cuando María contaba 17 años. Era la segunda de tres
hermanas y vivía con sus padres en una quintana propiedad de los abuelos. No
eran unos potentados pero se las arreglaban muy bien, esos sí, trabajando como
bestias, los tiempos no daban tregua. A María sólo le gustaba bailar y bailar y
se escabullía siempre que podía de las faenas que le asignaban. Como su familia
veía con preocupación la poca disposición de María para las labores de la casa
decidieron buscar una casamentera que le buscara un marido y no tardó en venir
con Fidel, un hombre serio y responsable
que sólo pretendía que la novia tuviera hacienda y estuviera entera.
Durante los siete meses que duró el
noviazgo, su madre se cuidó muy bien de encerrarla en su habitación hasta que
su novio viniera a buscarla los domingos para ir al baile. No es que él fuera
un gran aficionado a ese tipo de meneo, más bien nada, pero en el cortejo, ya se sabe, todo parece
poco para complacer a la dama. Él se
sentaba y la miraba mientras ella bailaba sin parar con sus amigas. Era como la bella potra salvaje que tenía en
el corral, con buena estampa pero aún por domar.
El tiempo pasó y llegó la época de las amonestaciones. Cuando ya estaba
todo decidido y hablado, un día, al volver del baile, Fidel se puso un poco
pesado.
-Vamos al caramanchón. Es que con ese meneo que tienes me pongo a cien.
- ¿Al caramanchón? ¿A qué? No, está
muy oscuro y en cuanto oscurece, las ratas campan a su aire -contestó María que sabía muy bien lo que
Fidel pretendía-. Si estás caliente ve al río, verás como refrescas. ¿No vamos
casarnos en dos meses? Pues espera
diantre, que todo llegará.
María sabía de eso. El año pasado, cuando
fueron a la romería del Cristo, había bailado toda la tarde con uno de San
Andrés. Cuando oscureció, él se empeñó en dar un paseo por la playa. La marea
estaba baja y había unas piedras muy grandes que formaban una cueva debajo del
muro. Beso va y beso viene, antes de que se diera cuenta, el chaval se le había echado encima.
-Vamos a pasarlo bien -le había dicho, pero de
eso nada.
Lo del morreo no estuvo mal, tuvo su
emoción, pero luego… en dos minutos se quitó el pantalón, le quito a ella las
bragas, le metió su enorme miembro suspiró dos veces y se acabó. De aquello,
María salió sin honra y con la convicción de que era lo más tonto que podía
hacerse. ¡Ni comparar con el baile! ¡Ahí sí que se pasaba bien! Desde entonces
bailaba como una loca, y hasta disfrutaba cuando comprobaba que los mozos la
echaban miradas lascivas. Por dentro se
vengaba porque tenía totalmente decidido que nunca más accedería a algo tan
estúpido.
A Ella Fidel no le gustaba ni poco ni mucho, ni nada. Desde su punto de
vista era un hombre mayor y no especialmente guapo, ni simpático, ni tan
siquiera bailaba bien. Pero sabía que el matrimonio era su destino y que, si no
era ese, sería otro. Una vez casada y
después de la “consumación”, estaba apañado si pensaba que ella iba a seguir
haciendo eso así como así. La consumación era necesaria porque todo el pueblo
sabía lo de la Maruja: como no había habido consumación, porque el novio murió
de repente en el banquete de bodas, se
quedó sin nada.
A Fidel en el fondo le gustó la negativa de su novia, eso era señal de
que estaba entera y para él era fundamental,
así que no insistió más y se conformo con un discreto besuqueo. ¡Pobre
hombre! No sabía lo que le esperaba.
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