miércoles, 2 de diciembre de 2009

A SECAR A CASTILLA: Por Xana Espinosa

Cuando tenía siete años, como mi salud no era muy buena por las secuelas de la pulmonía y de las sulfamidas, mis padres me mandaron al pueblo de mi padre, a secar, porque en aquellos tiempos todo se curaba mandándote a Castilla, de la misma forma que ahora todo se cura caminando: ¿qué tienes tensión?, a caminar; ¿osteoporosis?, a caminar; ¿artrosis?, a caminar.

Yo vivía en Gijón, en la calle Corrida (la columna vertebral de la ciudad) en una casa con ascensor, calefacción, agua caliente, salón, comedor, despacho.., parqué encerado, alfombras, edredones, cuadros… Un lujazo cuando tanta gente vivía de realquiler. Mi familia estaba bien situada, así que comíamos de todo y variado a pesar del estraperlo.

Es que por entonces los españoles teníamos racionamiento: como ahora los cubanos. No recuerdo bien lo que nos daban, una cosa así como un cuarto de litro de aceite por persona para todo el mes, lentejas, garbanzos, azúcar, pan, tabaco, etc, todo en cantidades míseras y de ínfima calidad. Estos alimentos no se podían comprar en el mercado libre a no ser de estraperlo es decir, sin permiso de la autoridad y fraudulentamente, y por ello estaban carísimos.

Salimos de Gijón a las siete de la mañana y llegamos al pueblo a las ocho de la tarde, después de dos trasbordos de tren y unos cuantos kilómetros en burro. Eso de montar en el Negro, que así se llamaba el burro de mis tíos, me pareció algo excitante: las cosascomenzaban bien.

La casa era de adobe y estaba dividida en dos zonas separadas por un corral, en la parte delantera estaba la cocina y el dormitorio de los tíos y en la trasera el dormitorio comunal del resto de la familia. Había tres camas con colchones de lana, sábanas de lienzo y muchas mantas hechas a mano. El suelo era de tierra, pero a base de mojarlo y pisarlo resultaba duro y confortable.

A la mañana siguiente me despertó mi tía Adela, hermana de mi padre, que además de pobre, era madre de seis hijos: cuatro chicas y dos chicos. Me dijo que mi madre ya se había ido muy temprano y allí me quedé, totalmente descolocada. Me acogieron y me trataron como a uno más, es verdad; es decir, no me hicieron ni caso, como al resto de la chiquillería.

Mi primer desayuno resultó espectacular: sopas de ajo picantes. Me dieron un pucherico de barro muy caliente y una cuchara e hice lo que los demás, poner las manos en el culo del puchero, supongo que para calentarlas, salir a la calle y sentarme en el banco de adobe que ocupaba toda la parte delantera de la casa.

-¡La puta parió! –gritó mi primo Manuel.

Todos se rieron a carcajadas mientras que él hacía muecas abriendo y cerrando la boca. Yo no entendía nada.

Comencé a comer mis sopas y a cada cucharada me entraban unos calores que me recorrían todo el cuerpo. En esto mordí algo que no era pan y que abrasaba. Empecé a llorar, a gritar y abría y cerraba la boca desmesuradamente.

-La puta parió –gritaron todos mientras se reían de mis sufrimientos.

Mi tía se apiadó de mí y me extrajo del puchero otra guindilla, muy pequeña y muy roja. Un mes más tarde yo también me reía cuando me caía en suerte la guindilla y, hoy en día, siempre que puedo, como sopas de ajo al estilo del pueblo.

Mi tío y mi primo Manuel, cuando acabaron las sopas bebieron un vasito de agua. Yo que tenía la lengua abrasada pedí un poco, todos se miraron y mi tío me dio el final de su vaso. Yo pensé que con aquel poco era como si nada, pero al entrar el agua en la boca creí que me moría, que había ingresado en los infiernos. Nunca más he bebido aguardiente, en mi vida, fue algo impactante.

Una vez terminado el ritual del desayuno desapareció todo el mundo y me quedé sola con otra prima, hija de un hermano de mi padre muerto cuando la guerra, que tenía dos años más que yo y vivía en la casa contigua. Por lo que se ve era la encargada de entretenerme y acompañarme. Fue mi compañera de juegos durante un año y aún es para mí una verdadera hermana.

-Vamos –dijo mi prima.

Yo estaba como atontada, la guindilla y el aguardiente me habían dejado fuera de juego. La seguí sin decir palabra. Caminamos unos cuantos metros hasta una huerta en la que había un palomar de adobe medio derruido. Allí estaban unos cuantos chiquillos y chiquillas de nuestra edad más o menos; de los nueve en adelante trabajaba todo el mundo.

-Esta es mi prima Carmen. Es de la capital.

Todos me miraron con el ceño fruncido.

-Es hija del Pernales.

Yo llevaba puesto un vestido de organdí blanco, almidonado y encañonado, la enagua tenía un volante de encaje que también estaba almidonado y encañonado y calzaba calcetines blancos y zapatos de charol negros. Me había vestido sola porque nadie fue a decirme lo que me tenía que poner.

Ellos me miraban sin decir ni pío.

-Parece una pichona –dijo un chaval de unos ocho años.

Yo levanté los ojos del suelo y lo miré: tenía el pelo rubio, muy corto, como a tijeretazos, los ojos azules y unos mocos verdes que sorbía de forma intermitente. La camisa era de color indefinido entre marrón, negro y gris, aunque por la espalda se adivinaban algunas rayas azules sobre un fondo que algún día debió de ser blanco. Los pantalones eran marrones y en los laterales aún se podían adivinar los surcos típicos de la pana. Los sujetaba a la cintura con un cordón hecho de lana marrón y blancuzca. Se calzaba con unas alpargatas deshilachadas y llenas de agujeros.

Todos se rieron y comenzaron a canturrear:

-Pichona…, pichona…

A partir de aquel momento dejé de llamarme Carmen y pasé a ser la Pichona. Me integré en el pueblo: ¡ya tenía mote!

Mi libertad era total, me pasaba el día jugando a las cosas más inverosímiles, por ejemplo: a ver quien meaba más lejos ( y siempre ganaba una chica a todos los chicos, no sé lo que hacía pero el chorrillo salía disparado). Nunca me regañaban, y comer, lo que se dice comer, comía bien: además de las sopas de ajo para desayunar, garbanzos, un trozo de pan con tocino y un poco de chorizo para comer; patatas asadas al fuego para merendar y patatas picantes guisadas con sebo para cenar. Enseguida aprendí a comer deprisa porque allí nada de platos, una cuchara y una especie de fuente de barro comunal, el que no corría no comía. Todo, menos las patatas de la cena, me sabía a gloria. Muy de vez en cuando, si el tío cazaba una liebre, comíamos arroz (dos o tres veces en el año que estuve)

Por el invierno fui a la escuela con el resto de los niños y niñas del pueblo. Eran dos aulas, una para chicos y otra para chicas. De la enseñanza me acuerdo poco, sé que cada día volvía del colegio escalabrada porque todos eran muy brutos y las pedradas y los empujones eran la forma más común de divertirse.

Naturalmente, no había cuarto de baño, ni retrete ni nada de nada. Para hacer las necesidades estaba la cuadra o los arrañales: un paredón cercano a la casa de mis tíos. Ir a la cuadra era un tormento porque las gallinas acosaban mi trasero y me daban pavor, además estaba el Negro que a veces me daba la sensación de que tenía cinco patas. Para limpiarse había que buscar una piedra que no se hubiera usado anteriormente con idéntico fin.

Cada diez o quince días íbamos a la panadería a por el pan. Mi familia le entregaba a los panaderos el suficiente trigo para hacer el pan del año y un exceso para pagar su trabajo. Así funcionaban las cosas, el dinero era escaso y se guardaba para algo de ropa, alpargatas, medicinas y ciertos alimentos: aceite, arroz, etc., todo lo que ellos no producían y necesitaban. Cuando íbamos a por el pan era una fiesta porque la panadera nos regalaba una torta de aceite que tenía anises y pasas: el pastel más exquisito.

Fui para dos meses y estuve casi un año. A veces pensaba que mis padres se habían olvidado de mí, pero tampoco me importaba demasiado. Y la verdad es que un poco si se habían olvidado, no me mandaron ni ropa de invierno, ni me fueron a ver ni me llamaron e incluso no sé si escribirían alguna vez porque yo leía poco y mal. Así que mis tíos, que no tenían ni un duro, me tuvieron que comprar un vestido de abrigo y unas alpargatas y mi tía me hizo una chaqueta de punto con lana de oveja que picaba enormemente aunque abrigaba.

Los domingos íbamos al baile con las primas mayores. Era una nave destartalada en la que un músico tocaba una especie de flauta que llamaban dulzaina. Después, como a una de mis amigas de juegos se le murió la tía y no podía ir a bailes, íbamos a las eras es decir, donde se trillaba el trigo y las habas en verano. Allí paraban todos los que estaban de lutos ( a partir de los dieciocho años casi todos tenían algún luto: por los abuelos, por los padres, por los tíos, por los hermanos, y hasta por los primos). Claro, cuando empezaba a oscurecer, se formaban parejitas que se hacían arrumacos y otras cosas porque casi todas salían preñadas. Yo de aquella no entendía bien el significado de esa palabra, pero sabía que era algo malo que ocurría mucho, aunque tengo que aceptar que se asumía con cierta naturalidad.

Lo dicho, fui absolutamente feliz, aunque cuando volví a casa estaba irreconocible. Recuerdo que al poco de llegar mi madre me empezó a preguntar:

-¿Qué desayunabas?

-Sopas de la puta parió.

- ¿Pero qué dices niña? ¿Qué barbaridades son esas?

A mi madre le costó mucho tiempo reconducir mi educación por los derroteros de lo que era deseable en una niña bien de una ciudad de provincias, es más creo que nunca lo consiguió del todo, de lo cual me alegro.

1 comentario:

  1. Que bien te lo pasabas. Me gusta mucho leer tus aventuras de la infancia, asi me inspiro para cuando empiece a escribir mi libro.

    Un beso
    Beatriz

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