sábado, 5 de enero de 2013

UNA NOCHE MOVIDITA


  Manuela, tiene unos increíbles ochenta y muchos años, y digo increíbles porque aún conserva la lucidez de su  madurez. Es bajita, de pelo entrecano, rizado  y corto. Si la ves en casa no tiene dientes y esto le da una apariencia de agradable  ancianidad, esa especial belleza exenta de arreglos y pinturas que aparece cuando se ha aceptado que  la juventud e incluso la madurez  han desaparecido definitivamente. Para “salir” se pone la dentadura.  Para ella  sus dientes postizos son una cuestión cosmética, un símbolo de coquetería femenina nunca abandonada y lo cierto es que   no está favorecida aunque parezca algo más joven. Con los dientes puestos adquiere una  expresión  como de “ dentera”, parece que se encuentra permanentemente incómoda.    
   Tiene unos enormes juanetes con los que ha convivido toda su vida, pero  a la vejez  se han convertido en un autentico martirio a la hora de ponerse unos zapatos. Así que cuando anda por casa, con unas zapatillas muy cómodas en las que ha perforado  dos enormes agujeros por los que los juanetes afloran a su libre albedrío, camina de forma airosa y  ágil. Pero cuando se trata de “salir”  se calza unos zapatos de piel de tafilete, que le han costado una fortuna y en los que los juanetes se encuentran aprisionados y constreñidos y le obligan a caminar como si estuviera pisando huevos  a la par que  suspira pacientemente a cada cuatro pasos.
   Vive a caballo entre Madrid y Asturias.   En Asturias tiene su piso de toda la vida, pero pasa largas temporadas con su hija menor  que está soltera y vive en Madrid.
             
   Durante las Navidades pasadas,  Manuela y su hija Elena  decidieron  pasar la Noche Buena con su hermana  Marina y su cuñado Juan; un matrimonio sin hijos de costumbres castrenses, que también viven en Madrid aunque a cierta distancia,  cuatro o cinco kilómetros  por lo menos.
   Manuela se arregló con minuciosidad para ir a casa de su hija mayor: fue a la peluquería, se vistió con sus mejores galas  y finalmente, se puso los dientes y los zapatos de tafilete. Una vez preparada tuvo que esperar  a Elena  porque la chica había ido a celebrar la fiesta con los amigos de la oficina. Se puso un poco nerviosa, no por ella misma,  en realidad  es un poco ácrata,   sino porque no quería  que su yerno, que vive toque de trompeta,  tuviera  que esperar por ellas.
   Al fin llegó Elena y decidieron tomar el metro por ser el medio de transporte más rápido, en especial en esas fechas. La elección no fue acertada porque  el metro cerraba a las diez y la gente se aglomeraba para coger los  últimos trenes.
   Manuela empezó a pensar que los zapatos de tafilete no eran los más adecuados  a la circunstancia pero no dijo nada porque sabía que su hija le recriminaría   por habérselos puesto. Con gran sufrimiento  llegaron a la casa de Marina  bien  pasadas las nueve y media.
   Llamaron a la puerta, el silencio era absoluto. ¡Nada! No contestaba nadie. Manuela y Elena se miraron sin decir nada, estupefactas. Cuando empezaban a preguntarse si  tendrían que irse, se abrió la puerta sigilosamente y apareció Marina en camisón.
  -¿Qué hacéis aquí a estas horas?
  -Venimos a cenar –contestó Elena y viendo que su hermana la miraba asombrada añadió- Hoy es Noche Buena y habíamos quedado ¿no?
   -Pues sí, pero ya hemos cenado y estamos en la cama, es muy tarde –contestó Marina con un hilo de voz.
   -¡Si no son ni las diez! –protestó Elena.
   -Sí pero habíamos quedado a las nueve aseguró Marina.
    A todo esto Manuela y Elena estaban en el descansillo de la escalera y Marina había salido entornando la puerta de entrada a la casa.
   Se produjo un largo silencio…
    -Nosotros ya estamos acostados, si queréis venís a comer mañana que es Navidad –dijo Marina como por compromiso.
    -¿Qué dices! No.  Nos vamos, ya hablaremos.
    A Elena no le cabía la indignación, pero no quería reñir con su hermana por no disgustar a Manuela.
   -Pues hasta mañana –dijo Marina y sin más les cerró la puerta en las narices.
   Manuela no llora nunca, pero se quedó muda.
   Cogieron el ascensor y salieron a la calle. Ya no había metro, así que comenzaron a caminar  con la idea de buscar un taxi. Y caminaron y caminaron porque tampoco había taxis. Manuela se quitó los dientes a medio camino, pero los zapatos eran otra cuestión. Sufrió más que en los partos, más que cuando expulsó la solitaria, fue un sufrimiento total….  Tanto  que no dijo ni palabra, ni tan siquiera fue capaz de suspirar cada cuatro pasos.
    Cuando llegaron a casa  Elena sacó los embutidos y conservas que había en la cesta de navidad que le había regalado la empresa y preparó una cena improvisada. Manuela después de quitarse los zapatos y meter los pies en agua caliente con sal pudo decir:
   -La culpa es de él.

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