lunes, 24 de mayo de 2010

EL OJO MAGI. Por Delia Blanco Tamargo

Ramón y Hermelinda, por un lado, y Covadonga y Olivo, por el otro, eran nuestros vecinos. Olivo se celaba de Ramón y Covadonga de Hermelinda. Nosotros, en el medio, fuimos testigos de estos celos.
Hermelinda y Ramón vivían ajenos a todo esto. Tenían un vetusto camión con el que se ganaban la vida llevando leche que compraban por los alrededores hasta Mieres, en donde la vendían. A la vuelta, traían el camión cargado de carbón para la misma gente a la que compraban la leche. Por aquel entonces la reglamentación alimentaria no era muy estricta que digamos.
Olivo estaba jubilado de las minas de caolín, debido a una cojera que le quedó como secuela de un accidente, y completaba su pensión con el trabajo en el campo. Tenía dos vacas y un burrito malo como un demonio, que mordía a poco que te descuidaras.
Los celos de Olivo eran tormentosos y, a menudo, descargaba su ira contra Covadonga con insultos y palizas. Ella, con frecuencia, huía refugiándose en nuestra casa y desde allí contestaba a sus insultos con gracia e ingenio. Esto enfurecía aún más a Olivo y ponía a mis padres en grave aprieto, al verse como árbitros en un pleito de pareja que tenía difícil solución; pues, tan pronto intercambiaban insultos, como arrumacos. Por una parte, Covadonga tenía la teoría de que lo que le pasaba a Olivo era que estaba enamorado de Hermelinda y como no era correspondido, pagaba con ella su frustración. Mi madre, aunque nunca dudó de su honestidad, le costaba mucho creerla. Para apoyar su versión, Covadonga explicaba a mi madre:
-Es muy fácil. Tú observa. ¿Ves lo que hace? ¿Ves cómo mira? ¿Ves acaso que esté ahí alguien más?
Efectivamente, mientras descargaba el burro con parsimonia, Olivo miraba una y otra vez a Hermelinda, que trasteaba con los bidones de la leche delante de casa.
-Ahora, se meterá en la cuadra a mirar por el ojo magi, y sabe Dios cuándo saldrá. Se mete ahí y la observa a través de un agujero que hizo en la puerta aprovechando un nudo de la madera. Yo lo tapé, primero con corcho, después con un trozo de madera que pulí hasta lograr acoplarlo en el agujero, y todos me los fue quitando sin decir ni pío. Pero de hoy no pasa...
Mi madre la miró con preocupación:
-¡No estás en lo que celebras! ¿Cómo va Olivo a pasar las horas mirando por un agujero como si fuera un crío imberbe? ¡Tú soñaste!
Ella, sin más, salió resuelta y se metió en su casa para volver a salir al momento, armada con una gran plancha de hierro, de aquellas de antaño, que antes de usar se debían de calentar encima de la chapa de la cocina. Se paró y, dedicando una mirada al tendido, cogió impulso y lanzó la plancha, estrellándola contra la puerta de la cuadra. No pasó nada. Covadonga siguió como si tal cosa, canturreando por allí y regando las plantas. Como a la media hora, salió Olivo de la cuadra con la cara como un eccehomo y, sin rechistar, pasó junto a Covadonga mirándola con odio.
Santo remedio. Nunca más volvió a usar el ojo magi.

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