viernes, 19 de marzo de 2010

CUÉNTASELO A GEMMA. Por Delia Blanco Tamargo

Buenas noches Gema, felicidades por el “pograma”.
Pues verás, te cuento: un día mi mujer llegó a casa y dijo: Esta es Rosa y es anoréxica –lo dijo así, anoréxica- y a mí qué, a mí como si es Testiga de Jehová. Sí, qué inocente, y se va a quedar unos días. ¡Qué pinta tenía, Gema! Llevaba el pelo recogido en medio de la cocorota en forma de palmera, una falda larga, así como de remiendos y una camiseta apretada que tenía todos los colores del arco iris. Flaca, flaca,…allí nada de curvas, todo rectas. Menudo palitroque. Y nada, que allí se instaló la tía. Como en su casa, oye. El mejor sitio del sofá, pa ella; el mando de la tele, pa ella… Yo, al principio, correcto eh, no te creas Gema, correcto, correcto. Pero poco a poco, me fui quemando quemando … que no la aguantaba. La mía la traía en palmitas. Estaban las dos todo el día cuchicheando y jijiji, jajaja, y hablar, hablar, hablar… Yo pasaba. Que si la crisis –estoy de la crisis, ¡puf!- que si el paro,… ¿y a mí qué? Yo, con mi prejubilación estoy tan ricamente, así que el que venga detrás que arree. ¿O no es así, Gema? Ellas pasaban de mí y yo de ellas. Tanto cuento, tanto ponerse interesantes. Un día, le dice la otra a la mía -¿qué te parece la elegancia del erizo?- y la mía -¡Ay, me encanta! Qué sensibilidad, qué…- Yo ahí ya no me puede aguantar y les solté –Sí, el erizo, tan elegante como la albarda de un burro y tan sensible como el mismísimo- Estuve fino, ¿eh Gema? Es que a mí cuando me salen, me salen. Se miraron una a la otra como diciendo… ¡menudo imbécil!. A la porra. –Después resulta que eso era por un libro que le había regalado la otra a la mía- Pero a mí que no me quieran vender la moto, el erizo, tiene de elegante lo que yo de bombero. Se lo dedicó y todo, no te lo pierdas, ponía… no sé si decirlo. Bueno, qué más da, entender no entendía nada, pero a las claras se ve que está como una cabra, ponía: - todo tu cuerpo tiene- puntos suspensivos. Y después firmaba –Tu alfarera Rosa- No me digas que no está como una chota, Gema ¿Y en la mesa? Menudos números se montaba, bueno, se montaban las dos. La mía –otro poquito, anda, otro poquitín- La otra –Ay,que no. Que no puedo más- Y es que no había comido lo que lleva una jícara, qué digo una jícara, lo que lleva un dedal. Y la mía –Hazlo por mí, cariño- Sí, eso dijiste. Lo mismo me da que estés escuchando, que yo no “oía visiones” como tú decías. Pero lo más gordo pasó cuando tuve la necesidad de ir al baño y no pude, porque como siempre estaban ellas allí metidas. Yo nunca uso ese, voy a uno que tengo en el garaje, allí estoy más a mi aire, el otro está a todo confort. Tiene un jacuzzi que es la bomba, caben en él bien a gusto dos personas, espejos de cuerpo entero, instalación de música… yo qué sé. Aquello es de mírame y no me toques. Así que yo voy siempre al otro. Pero ese día, precisamente, no lo podía usar porque se me había roto la manilla y tenía la puerta atrancada, y la mía lo sabía, como también sabe, que lo mío es comer y obrar. Yo siempre obré muy bien. Pero claro, tenía que entrar la otra primero y mi mujer con ella. Siempre entraban juntas. Se pasaban allí las horas muertas. Al parecer, tenía que vigilarla y hacerle terapia activa o no sé qué. Mientras tanto, yo allí aguantando el tirón, encima con aquella dieta que llevábamos últimamente a base de verduras… Revoltillo del bosque habíamos comido ese día. ¿te lo puedes creer, Gema? Reboltillo del bosque. Con las fabadas que hacía mi Mª Oliva. ¿Y el bacalao al pil pil? ¡De chuparse! Y los callos? ¡De chuparse! No es por nada, pero cocinar cocina… ¡Cómo cocina mi Mª Oliva! Lo que te decía, aquel día fue un calvario. Yo por aquel pasillo, paseo atrás, paseo adelante. Que me iba, Gema. Perdón, pero es que me iba. Y ellas que no acababan de salir. Llamé discretamente y nada. Volví a llamar…nada. Allí sólo se oía la banda sonora de Memorias de África que tenían puesto a todo volumen. Parece que era parte del tratamiento. La tercera vez aporreé la puerta sin miramientos y tampoco dio ningún resultado. Esperé un tiempo prudencial y, ya desesperado, volví a aporrear la puerta con toda la fuerza de la que fui capaz, gritando -¡Alabado sea Dios!- no lo dije así exactamente - ¡o abrís o echo la puerta abajo!- abrieron, vaya que si abrieron. Entré como un miura y, sin fijarme en ellas, me bajé los pantalones sentándome en la taza. Ellas…-Grosero, sinvergüenza, zafio- y no sé cuántas cosas más, pero yo a lo mío. Yo chitón. Con las mismas, la otra dice que se va. La mía prepara la maleta y se marcha con ella. Y aquí estoy Gema. Que me quedé solo. Con mi mando, mi sofá, mis cuartos de baño, mi lata de fabada…
¡Por favor! Mª Oliva, vuelve.
¡Vuelve Mª Oliva!

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