martes, 23 de marzo de 2010

DE AQUÍ PARA ALLÁ. Por blamca Francia

Cuando iba a cumplir siete años, mis padres me llevaron a una academia unitaria que estaba situada en el segundo piso de un inmueble de cuatro pisos muy próximo a nuestra casa. En esta academia estaban juntos todos los niños y niñas desde los cinco a los once años. Las tres maestras que atendían al alumnado se repartían entro los distintos niveles y, evidentemente, no se aprendía muchísimo.
Entrábamos a las nueve de la mañana y lo primero era rezar. Después, las maestras ponían primero letras y números; luego sílabas y sumas; y luego frases y restas en el encerado y cuando ya dominabas estas habilidades empezaban con los dictados y la tabla de multiplicar. No había recreo porque al fin y al cabo aquello era un piso. La sesión de la mañana se acababa las doce.
Por la tarde se daba la “clase general” y los pequeñines oíamos a los mayores recitar las mismas cosas una y otro vez “ El caballo del Cid Campeador se llamaba Babieca y sus espadas Colada y Tizona” …. EL río Miño nace en fuente Miña provincia de Lugo, pasa por Lugo, Orense y Pontevedra y desemboca en el Océano Atlántico por la Guardia” ………… O sea que a los seis años ya me sabía de memoria esas cosas y otras muchas…. De oirlas y oirlas .
Cuando tenía ocho años mis padres me mandaron a “secar a castilla” y allí fui a una escuela, también unitaria y, para ser sincera, no recuerdo si aprendí algo o no, sólo sé que todas las tardes llegaba escalabrada a casa de mis tíos, porque, allí , las pedradas y los puñetazos eran la forma de divertirse.
Cuando volví de Castilla, me mandaron a un colegio de monjas muy elegante en el que no se entraba si no se tenía recomendación. Mi madre, que no había tenido muchas oportunidades para ir a la escuela, quería que fuéramos unas señoritas y que estudiáramos una carrera. La mujer lo hizo con buena intención, pero a mí me cayó como un jarro de agua fría. De la absoluta libertad del pueblo de Castilla había pasado a una sociedad victoriana llena de reglas y prohibiciones: lo que no era pecado era de mala educación.
Asistíamos al colegio todos los días del mes menos un domingo, que llamábamos “domingo de salida” y si no te portabas bien te lo suprimían. Y lo que es peor, era un colegio católico en el que a los rojos y a los ateos se les tenía por auténticos demonios y ¡claro! y mis padres eran rojos y ateos. Si no me hubiera hecho fuerte como un roble (de mente, se entiende) rebelde e independiente, me habría muerto de asco y habría sido una persona acomplejada.
Entrábamos a las ocho y media de la mañana y salíamos a las ocho de la tarde porque nosotras (mis hermanas y yo) estábamos “mediopensionistas”, es decir, comíamos en el cole.
Lo primero era la misa, a la que teníamos que acudir puntualmente todos los días. Nos poníamos un “capulé” especie de extraño velo de tela blanca, como la de las sábanas, bordado con patas de gayo moradas. El efecto del capulet sobre el uniforme negro y morado era espectacular. En la misa era difícil no dormirse, lo conseguía gracias a los cánticos, que era lo más divertido de todo. La misa se alargaba una hora porque la mayoría de las cuatrocientas niñas comulgaban todos los días.
Después empezaban las clases. Respecto a esta cuestión la situación era muy curiosa: de entre las treinta niñas que éramos en clase, sólo diez o doce nos preparábamos para hacer el ingreso de bachillerato y el resto eran de cultura general, que compartían con nosotras algunas clases, aunque se les exigía menos, y, aparte, daban piano, idiomas, bordado… y alguna otra cosilla que no recuerdo.
El recreo duraba media hora y luego venía la clase de gimnasia o la de formación del espíritu nacional.
Cuando se marchaban las externas, teníamos media hora de estudio, luego la comida y luego otra media hora de recreo hasta que llegaban de nuevo las que comían en casa.
Por la tarde, otras dos horas de clase y luego otra vez a la capilla a rezar el rosario y además, la exposición del santísimo en octubre o noviembre y las correspondientes novenas que iban cayendo mes a mes. Luego otra hora de estudio y para casa.
Nos daban un boletín de notas semanal y si todo iba bien, te ponían una insignia en la esclavina del uniforme que quería decir que eras una alumna de honor y si mantenías durante algún tiempo, esta distinción salías publicada en la revista del colegio. Yo acumulé algunas de estas distinciones hasta los catorce años, más o menos, luego me hice un poco rebelde, aunque eso no suponia otro castigo que no fuera que mis padres se enteraban semanalmente de mis andanzas y rendimiento.
En una ocasión llegué incluso a “pirar” al cole por estar con una amiga que estaba enferma y al día siguiente no me atrevía ir porque tenía que llevar un justificante, así que volví a pirar y al día siguiente igual. La cosa se puso fea, porque como era mediopensionista me quedaba sin comer. Al fin se me descubrió el pastel y me castigaron todos, las monjas y mi madre, pero una vez pasado el trance las cosas volvieron casi a su ser, porque yo nunca volví a ser la misma.
En la primavera de 1958. En una tarde de domingo más bien lluviosa, en la que estrené mis primeras medias, salí a dar una vuelta por el paseo. El caso es que como en un momento dado arreció el agua, nos refugiamos en un portal y allí estaba un chico que también esperaba que amainara. La verdad es que yo siempre fui muy decidida y entreabierta, así que enseguida entablé conversación con él. Charlamos un buen rato, no me acuerdo de qué hablamos, pero quedamos en saludarnos si otro día nos encontrábamos en el paseo y al poco éramos novios. Cuando se enteraron las monjas de que tenía novio, le dijeron a mi dadre que o dejaba el novio o el colegio, así que mi madre decidió mandarme a Vitoria interna, porque además de seguir el consejo de las monjas, el colegio era muy, pero que muy fino y allí me haría una verdadera señorita.
El nuevo colegio era similar al anterior, quizás un poco más grande paro su estructura y sistema eran muy parecidos, aunque se puede decir que era realmente bilingüe, pues tres de las clases clases se daban en francés: El francés, la historia y el “polites” ( protocolo y buena educación) Allí aprendí a jugar al tenis, a degustar espectáculos finos: nos llevaban a la ópera, a la zarzuela etc… . También me enseñaron cuántos criados necesita tener una casa para tener un servicio completo (11) y las funciones de cada uno; hacer la reverencia al rey; comer todo con cuchillo y tenedor; el orden de los invitados en una cena de compromiso y cosas así. Era todo muy elegante y muy fino. El “Polites” era la asignatura más importante y no pasábamos tanto tiempo en iglesias y rezos.
Dos años después mi padre nos abandonó, tuve que dejar el colegio, y me mandaron al Instituto . El cambio fue radical, aunque se rezaba en algunas clases, allí se iba a lo que se iba: a aprender matemáticas…física etc. Se juntó el abandono de mi padre, con el final de mi adolescencia y con un cura que manipulaba todo y me odiaba de forma compulsiva. No me fue demasiado bien, pero luego recuperé el tiempo perdido y al fin fui a la universidad como quería mi madre.

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