miércoles, 7 de abril de 2010

DE LA ESCUELA.... EL RECREO

En el lugar donde vivo, muchos niños y niñas tuvieron sus primeros contactos con las letras en la Escuelina de Mary, conocida por todos los de mi generación y que daba clase en su casa en los veranos; una buena persona. En mi caso fue poco el tiempo que fui con ella ya que de mi educación al igual que de el de mis hermanas, se encargaba el mayor.
Fui a la escuela de verdad hacia el año 69, en una “Escuela Nacional” en la que niños y niñas estaban separados.
Me hizo mucha ilusión. Me imagino con mi cavás mis trenzas y mi vestido. ¡Ya era mayor ya podía ir al colegio!
Pero resultó que no. No me gustaba ir a la escuela y creo que ni siquiera me molestaba en odiarla. Iba y no había más. No era negociable, lo decían en casa y ya está. Esta era mi rutina:
-¡Pórtate bien! –me decía mi madre- ya sabes que tu hermano se entera de todo.
-Sí mamá.
-Y que si te portas mal te vamos a castigar.
-Sí mamá - contestaba mientras pensaba: ya me gustaría a mí ser como Chusín, ¡Qué tío! Ese si que hace frente a los mayores. Claro que así le va, se pasa la vida “de cara a la pared”. Y ni cuento los varazos que lleva. Y luego están sus padres, siempre está castigado. No, en realidad no compensa. Hay que portarse bien aunque eso sea profundamente aburrido.
Salíamos de casa y a medida que íbamos caminando el grupo aumentaba.
-Vamos por el prao del Fermín que así atajamos.
-¿Y las vacas?
-¡No seas nenaza! ¡Las vacas qué!
-A mí me da miedo.
-Espera que te quito yo el miedo…-gritaba un compañero de los mayores mientras corría para asustarnos a los pequeños.
Yo a las vacas las veía enormes, más que enormes. Apretaba el paso y los dientes cuando pasaba por el prao del Fermín como una exhalación. Lo curioso era que una vez pasado, me sentía muy orgullosa de mí misma.
Después de las vacas nos quedaba un ritual: cuando cruzábamos al lado de la casa Dora, la de la tienda. Ella siempre salía a protestar cuando pasábamos alborotando y nosotros, a más, más, nos preparábamos concienzudamente para hacer el mayor ruido posible.
Y Al llegar a la escuela empezaban los juegos en el patio, las “patatitas matutano”, los pastelitos “bimbo” con sus cromos , que solo podían comprar los mas privilegiados… El recreo… el único momento feliz, donde saltar a la comba, jugar a la queda, al cascayo, al corro, o al pañuelo era una huida del sujeto, del objeto directo, de los godos o de los montes de la península.
Nada de la escuela me da nostalgia porque los mejores años de mi vida vinieron después. Recuerdo el “buenos días” cada vez que entraba algún maestro y el ponernos de pies para decírselo. O el rezo del rosario en el “mes de la flores” y como cada día tenia que rezarlo algún niño o niña y como nunca quise hacerlo por miedo al ridículo y a las bufas de los maestrillos. O como los listos se sentaban en la fila de adelante y los tontos en la de atrás. Adivinen donde estaba siempre sentada. Eso es la única manía que me queda, la de sentarme atrás ya que se ve todo mejor.
Años después entre de nuevo en una de las escuelas de la tortura y lo que antes era grande lo encontré pequeño.
La cosa empezó a ser más tolerable cuando pasé a una “graduada”; ahí hasta me divertía… a veces. Allí encontré verdaderos maestros, no maestrillos que se dedicaban a dejarte en ridículo. Maestros con todo el significado de la palabra que se ocupaban de enseñar. Fue en ese momento cuando mi hermano pudo descansar de intentar meter en esta dura cabeza la tabla de multiplicar, porque era divertido saber cosas. Y cuando uno va contento a la escuela es otra cosa.
Y prefiero acordarme solo de los buenos colegios, de los buenos maestros que he tenido la suerte de tener después como una compensación que se me ofreció por un mal inicio.

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