jueves, 29 de abril de 2010

EMILIO MILIO Y MILÍN. Por blanca Nieves Pérez Francia

Emilio estaba casado con Florentina, a la que todos llamaban simplemente Tina y tenían un único hijo, que también se llamaba Emilio pero al que llamaban Milio para diferenciarlo del padre. Tina estaba del corazón y por eso no pudo arriesgarse a más embarazos. Era una familia entrañable y acogedora, yo los visitaba muy frecuentemente y ellos siempre me recibían con alegría .
Cuando iba a su casa, les llevaba una licoreta y ellos me obsequiaban con delicias que hoy son impensables: buen jamón y chorizo de casa, requesón, unas deliciosas galletas de huevo y mantequilla, unos hojaldrados hechos por Tina y mojados en la miel que ellos mismos cultivaban…, bueno... ¡una maravilla! Las tardes en su compañía eran dulces y agradables y pasaban con rapidez. En Navidades les llevaba turrones, vino, coñac, champaña y café y ellos me regalaban un hermoso pollo capón de más de cinco kilos que habían criado para mí.
Me enorgullecía su amistad por su grandeza personal y también por su cultura profesional que yo envidiaba sanamente. Porque, la verdad sea dicha, la gente de campo acumula una enorme sabiduría. Además de dominar su profesión de ganaderos y agricultores, son albañiles, fontaneros mecánicos y muchas cosas más. El mismo Emilio, con una bici vieja y otros artefactos inservibles, había construido una eficaz sembradora que dosificaba sabiamente el maíz y les fabes. ¿ Y ellas ? Saben más que nadie de la conservación de alimentos y sus habilidades culinarias son casi insuperables.
Pues bien, así estaban las cosas hasta que un día de otoño Tina se puso a asar unas manzanas que nunca acabó, de forma rápida y silenciosa se marchó para siempre. Cuando sus seres queridos llegaron a casa ya no hubo nada que hacer. El infarto es así de rápido, no da tiempo a nada. Emilio y Milio se quedaron desorientados y confundidos, al margen de tristes.
De repente, Milio , que ya rondaba los cuarenta años, se enamoró de una vecina de toda la vida, de su misma edad o algo más, a la que los vecinos llamaban “ María la Fea”. No es que fuera especialmente fea: era muy delgada, no muy alta y de nariz aguileña, pero tenía unos bonitos ojos orlados por unas hermosas pestañas. En su juventud, como era hija de una familia relativamente acomodada para aquellos tiempos, había ido a Gijón para aprender “de modista”, profesión que nunca ejerció, pero su estancia en la capital le confirió una “ cierta distinción” que la indujo a autoproclamarse la señorita del pueblo y mirar a sus convecinos por encima del hombro. En suma, tenía cara de “fedor” y de ahí el mote.
Cuando María se hizo cargo de la casa puso todo patas arriba, consiguió, no se cómo ni de quién, una recomendación y un puesto para Milio en Ensidesa y al cabo de muy poco tiempo ya no criaban ni vacas, ni cerdos ni gallinas ni nada. Cuando ibas de visita te obsequiaban con aceitunas, jamón de York y pastas de “Reglero”. Y del pito de Navidad, nada de nada. Además, yo ya me sentía incómoda, María no me veía con buenos ojos porque consideraba que ensombrecía durante un corto periodo de tiempo su indiscutible reinado intelectual y, por otra parte, no la secundaba en sus aspiraciones ciudadanas porque siempre he considerado que la vida en la aldea es mucho más plena y rica que en la ciudad. Así que mis visitas quedaron reducidas a la época de Navidad.
Milio y María tuvieron un hijo al que también llamaron Emilio, pero que respondía a Milín para distinguirlo de su padre y de su abuelo. El chiquillo parecía nacido de la piel del diablo, era más malo que la tiña, y, cuando un rapacín es estravieso, en la aldea tiene muchas más oportunidades de ejercer. A su madre no le preocupaba demasiado la conducta de su hijo, lo que realmente le inquietaba era que se andaba hurgando continuamente en la nariz y la tenía siempre inflamada y con pupas y en su opinión, esto le confería un aspecto tosco y rural nada deseable. Así que, en una Navidad en la que fui a verlos, había encargado a su suegro que llamara al niño haciendo de rey mago para decirle que no se tocara las narices.
El abuelo fue a casa del vecino y llamó a su casa. Cuando sonó el teléfono todos llamaron a Milín para que se pusiera advirtiéndole de que le llamaba un Rey Mago. El niño tenía unos seis o siete años, se puso pálido. Emilio dijo con voz ronca y profunda
-¿Yes Milín ?
-Si… El sonido era casi imperceptible.
-Soy el Rey Magu Melchor
-Si
-Recibí la tu carta y tengo lo que pides, el balón de reglamentu, el camión, el volquete,
-Si
-Doite les coses si me prometes que non te vas meter más el deu n’es ñarices
-Si
-Ye que, dime ¿ qué saques con eso?
- Mocos.
Emilio no supo que contestar y Milín siguió a lo suyo.
Pasados unos años, cuando el rapacín tenía unos diez u once, me encontré al nieto y al abuelo que iban en el ALSA a Gijón camino del dentista. Me alegré mucho. Emilio y yo nos sentamos juntos para charlar y el crío, que simulaba tener una metralleta en la mano, no hacía otra cosa que correr de un lado para otro, gritar y molestar al resto del personal. Todos miraban para nosotros con cara reprobatoria, así que Emilio se vio en la necesidad de regañar a su nieto de forma patente.
-¡Milín! ¡Tate quietu y pórtate bien o digo-y a tu ma lo malu que yes!
- ¡Si dices eso yo voy decile que te tiraste peos! -contestó el chaval a voz en grito de forma que se enteró todo el mundo.
Y es que el pobre Emilio era ya mayor, no controlaba bien sus esfínteres y su nuera lo recriminaba constantemente por ello, pues consideraba que eso era propio de aldeanos y palurdos.
Hace unos tres años Milio se fue como su madre, de un infarto, rápidamente, en silencio y de forma discreta y triste, tal y como había vivido después de la muerte de Tina. Su mujer no tardó nada en hacer realidad el sueño de su vida; vendió la casería y se compró un piso en Gijón llevándose con ella a su hijo y a su suegro.
El año pasado fui a felicitarles las pascuas a su piso de La Calzada, Emilio no estaba.
-Está ya completamente chochu, desde que vinimos del pueblo no quiere estar en casa, diz que se afuega dentro y se pasa el día sentado en un banco de ese parque de ahí enfrente, ¡con el frío que hace! Te aseguro que me tiene loca, no se que hacer, estoy pensando en meterlo en una residencia -dijo María.
Milín, que ya es un hombre hecho y derecho se río simplonamente mirando a su madre y luego afirmó:
-¡No hay quién lu aguante! ¡Menos mal que al viellu no le queda mucho!
Me alegré de que no estuviera, no me hacía ninguna gracia pasar dos horas aguantando a aquellos imbéciles. Fui al parque. Allí estaba Emilio sentado en un banco, con la mirada triste y perdida. No me reconoció. Yo creo que sólo anhela el momento de ir a reunirse con sus queridos Tina y Milio, en su casa de la aldea, con sus vacas, sus cerdos…..

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