jueves, 22 de abril de 2010

LA CLASE DE GEOGRAFÍA. Por Benigno Delmiro Coto

--Me estrené a los cinco años, previo pago al maestro (obligatoria a los seis), en una Escuela Nacional en la que convivíamos niños y muchachos desde los cinco años a los catorce o quince.
--Una Escuela Nacional en el corazón de la cuenca minera (huelgas del 57 en adelante: conseguir carbón de los vagones recargados con “llábanes fines” y vivir el día a día de una familia minera: el miedo a los accidentes y a la muerte del padre –grisú, derrabes, inundaciones- siempre constantes).
--Pocos íbamos, a los diez años, al examen de ingreso al bachillerato.
--El maestro reunía “por rincones” cada grupo y recuerdo las dificultades para acabar aprendiendo la división (no había asentado bien la operación de la resta) porque al maestro se le ocurría leerles a los mayores noticias del periódico (“La Nueva España”) y les pedía que las resumiesen en sus pizarras. Antes del maestro ya tenía yo compañeros “mayores” muy avispados que sabían de mis artes como redactor: me hacían las cuentas en un periquete y yo les escribía sus redacciones. Como tardaba en arrancar a dividir, el maestro comenzó a preocuparse y yo, al saberlo preocupado, me fui fijando para el rincón de los que restaban y di con la clave de la resta. De pronto, al restar bien: también sabía dividir.
--Separados chicos y chicas (las chicas eran un universo aparte).
--El fútbol y toda clase de juegos: todo el día en la calle (la pandilla era fundamental).
--El catecismo, para la primera comunión, en la Iglesia (a dos kilómetros): excursiones y más pandilla.
--He aquí un cuento que ilustra bien esa época:

Lecciones de Geografía
(Para el profesor Pedro Caballero Jurado del IES Rosario de Acuña. Gijón)
Llovía. Llovía sin cesar. Los cordones de agua se abatían desde el cielo gruesos, uniformes y persistentes. El patio de tierra apisonada presentaba un aspecto de laguna impracticable para toda cosa ajena a la natación entre el fango. Un recreo más habría que pasarlo a resguardo. En estas ocasiones el maestro, don Fulgencio Llera, actuaba con manga ancha y permitía que los niños ocupasen libremente el espacio del aula-escuela con dos condiciones: no romper nada y no gritar demasiado. Él, por su parte, se recluía con fruición en el periódico, La Nueva España, al calor del fuego del hogar de leña que ardía en una esquina.
En un momento, los niños se apresuraban para repartirse los mapas que colgaban en vertical de las paredes: aquellos mapas de colores, hechos de cartón grueso, que representaban la España física, la España política, Europa, América y un mapa del mundo entero que entrelazaba los dos hemisferios. Los disponían en horizontal encima de aquellas mesas amplias de madera de castaño, formaban distintos corros ávidos de juego y de azar y comenzaba el espectáculo. De manera inopinada, uno de aquellos renacuajos extraía del bolsillo un frasco de vidrio (de aquellos que poco antes habían servido como inyectables de penicilina) lleno de moscas emboscadas entre azúcar, elegía una a la que le faltaba un ala y alguna de sus patas, la colocaba en el centro del mapa y la obligaba a deambular por éste. Josevalti, que siempre había tenido una voz diáfana de tiple, muy apreciada para cubrir los puestos de monaguillo de la parroquia, se hacía cargo de la retransmisión al modo de lo que se estilaba en las vueltas ciclistas a España o a Francia: “En este momento la bestia avanza con rapidez por la campiña francesa y se dispone, si Dios no lo remedia, a penetrar en la Península Ibérica... llega a la base de los Pirineos... duda, parece que se da la vuelta... no, no, sigue, sigue, asciende y asciende...” Y, justo en ese momento crucial, casi de éxtasis del locutor, el dedo índice proverbial del pequeñajo que suministraba el ganado para esa feria tan particular se colocaba encima del sufrido insecto para detener su desaforada ascensión.
—Hagan juego, señores, ¿cruzará los Pirineos o se dará media vuelta de nuevo hacia Francia? –medio chillaba el rapaz responsable de las moscas elevando la voz lo justo para no ser entendido por el maestro lector.
Allí todo se pagaba con banzones y canicas. Jamás fallaban las matemáticas. El comercio tenía unas reglas inflexibles: diez banzones de barro igual a una canica de cristal, una canica de bronce lo mismo que dos canicas de cristal; una de bronce: veinte banzones.
Y ardía de nuevo Troya: “¿Cuántos decís que se queda en Francia?... ¿Pepito, Pinón, Ricardito y Goyito?, vale... ¿Quiénes decís que pasa a España?... ¿Antonio, Ferre, Fuentes, Pepín y Salas?... vale, ¿y tú, Josevalti, por qué apuestas?... La mitad tenía que inclinarse por un bando y la otra mitad por el otro: no había vuelta de hoja.
El dedo del organizador dejaba por fin de oprimir el manoseado cuerpo de la mosca y ésta reanudaba a duras penas su itinerario para decidir el destino de la competición. La apuesta simple culminaba con la entrega a los ganadores de las canicas puestas en juego. Los momentos de mayor dolor sobrevenían cuando alguno de aquellos enanos salvajes, descontento con el resultado, le propinaba al inocente bicho un manotazo que ensangrentaba el cartón del mapa en un punto exacto, a veces en el que se señalaba el Valle de Arán, otras en Jaca, en Tudela o en Tarazona de Aragón.
Pasó el tiempo, y a aquellos lebreles les llegó la ocasión de mayor apuro de sus vidas. Tuvieron que presentarse en un colegio extraño para ser examinados de ingreso en el bachillerato. Les llegó el momento de verse colocados ante un mapa de similares características a los que tantas veces manejaran en su escuela.
—Veamos, señale usted el recorrido del Ebro –inquiría el examinador. Josevalti, Pinón, Pepín, Fuentes, Salas... no importaba a quien preguntase, ninguno experimentaba ni la más ligera duda: de soslayo marcaban con rapidez y precisión el itinerario de tan caudaloso río patrio.
Cádiz, Zaragoza, La Coruña, Bilbao... pan comido, la geografía era pan comido para aquellos estudiantes tan bien informados. Los profesores intercambiaban miradas de asombro, pero no conseguían desvelar el secreto de tanta sabiduría.
Y eso que jamás se les habría ocurrido desplegar ante ellos un mapa de Europa o de América para comprobar que con la misma suficiencia y naturalidad podían referirse al Volga, el Danubio, el Amazonas, los Andes o al mismísimo lago Titicaca.

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